¿Ya han pasado mis cien días?
Pasaron largas tardes y también noches que se nos quedaron demasiado cortas
¡Las veces que atravesamos la ciudad muy sola para verte y me levanté de tu cama y te oí decir palabras a medias en tus sueños y te miré muchas, muchísimas veces hasta atrapar el gesto más íntimo
Ay, las veces que me hundí en tu ternura para perdonarme en tu carne y caer en el éxtasis físico que tanto me haces que dure.
Han pasado 100 días surcados de compañía, de amor, de silencios y de miradas pero faltaron chispazos incomprensibles.
Parece siempre que deseásemos que terminaran, muy a pesar que sabemos el uno tan cerca del otro por unos milímetros o una llamada de teléfono,
Se han ido las noches solas de verano que te precedieron.
Cierto, muchos de tedio y unas salidas tristes y rutinarias y sí también a veces el fatalismo, la fatiga y el cansancio.
Pero tú me traes como un río subterráneo de aguas negras. Todo aquello parece ya demasiado distante, como de otra época. De las mismas que surqué y en las muchas veces que te pienso.
Es que sin querer me han traído otra vez hasta el punto donde estoy.
Te he mirado tanto. Me he sacrificado tanto y de una manera que no conozco. He seguido viéndote a los ojos, mirando el enigma y el misterio de los sitios a los que aún no llego.
Porque te he visto desnuda y esplendorosa cien veces y me sigue sorprendiendo.
Hubo cosas en común: maravillas y silencios, necesidades de verte. Eso me hacía contar las horas y minutos en reversa. Las fotos que miré más de una vez. Despedidas breves que me dejaban solo en las calles frías que atravieso sereno, con el cuerpo plácido, ¡Cómo gato en su momento, en su noche!
Te escuché la respiración, las toses y te hablé con ironía del escritor que murió hace más de veinte años.
No te perdí todo el respeto que quisieras. Te gusté y me gustaste. Me seguirá sorprendiendo la blandura de tus manos que me masajean el sexo, el rostro. Los muslos. En la antesala de tu vientre o en el momento que lo abandono.
Escuché, hablé, callé. Quise protegerte y salvarte para salvarme yo también y estar contenido en tu regazo, en tu entrepierna, en tu boca. Apretando apenas tus dulces manos que brindan tus piernas salvajes para mí.
Y sigo aquí. Necesitándote y diciéndote cómo cuando recibí por primera vez la caricia en el sendero del Prado y yo te correspondía con las mías.
Me acuerdo de la casa vencida y vieja y ya muerta del ruido que hacía sobre el camino de ir a ti sobre el piso de baldosas blancas y negras.
Te prometí y te juré entre la tiniebla, por compacta que sea, habrá de desvanecerse.
Porque al otro día iba por ti a verte y muchas veces a resguardarte o simplemente sentarme al lado tuyo, esperando la caricia, esperando el que nunca me dejaras solo a través del brillo de tu espejo de inteligencia, de gracia o simple entendimiento.
Oigo tus pensamientos en voz alta o los susurros que me dirigís cuando estamos cerca, los ojos cerrados en el abrazo que nunca logra abarcarte.
Quédate aquí, que faltan tantas cosas que tengo que mostrarte aunque sé que son tonterías o maravillas de aquello universos de los que te hablé.
Faltan tantos panes para partir con la mano por la mitad y darte tu parte.
Faltan caminos por andar, cosas que ver, letargos que vencer.
Faltan tantas caídas al vacío cuando la carne se entremezcla y solo el sexo y la pasión nos gobiernan. Faltan tardes, noches, tareas, minutos que pensar y horas de actuar juntos.
¡Quédate conmigo, mi querida Adriana.
Te quiero más y como siempre
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jueves, 12 de agosto de 2010
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