miércoles, 5 de agosto de 2009

Imágenes que dejaron huella







Alguien me preguntó qué era belleza. Sólo pude mostrarle una reproducción de una fotografía. Al dorso decía: Man Ray “Blanco y negro”, 1926.
































Ombú trató de conquistar a una amiga de la escuela de funcionarios del I.Na.Me. Ella no tenía la menor idea de su trabajo y sólo vio a un joven tímido dibujándonos en servilletas. Amanecía y la sangría del Lobizón dio por terminada una historia que nunca empezó.



































La fotografía de la Comunión del hermano de mi abuela María Ermita San Román. Empleado multiuso de su tío Severino San Román, en el Tupí Nambá. Yo lo conocí postrado cuando era niña y me quedaba escuchando sus historias. Desde entonces, en aquel que sufre de demencia senil, el retorno al pasado se vuelve como una realidad tangible y sólo hay que escuchar.


































Mi abuelo materno, nacido en 1898, de padre desconocido. Antonio González Cáceres o Antonio Cils Gonzáles. Una fotografía que escondió cercana la fecha a 1928. Falleció mansamente con una sonrisa de un paro cardíaco del que no se enteró porque dormía. Una vida de mentiras y chantajes. ¿Cómo será que a su hija le regaló un puñal de cuatro filos al cumplir sus 18 años? Un apellido falso y montones de hijos sin reconocer, a quien su esposa María Ermita les daba de mamar entre lágrimas.













lunes, 3 de agosto de 2009

Los umbrales entre salud y enfermedad.

(*) La sensibilidad en lo cotidiano nace de una quimera acunada en la creencia de la inocencia primaria de colores, sonidos y narrativas (Tesis, salamandra, blanco) Ellos aluden a epopeyas y derrotas hediondas de angustia y dolor, enrabados en una enclenque y frágil esperanza del sostén de emociones, el gesto, las palabras y los actos en una eterna búsqueda del equilibrio del cambio (Antítesis, dragón, negro)
(Síntesis, rosa, cultura del injerto de especies silvestres asociado al rojo) El sano juicio emerge del cruce de secuencias en la emergencia de un hito que como noria, generadora de energía, incuba la resurrección del ser y estar en el mundo y al fin... se vuelve a (*)

sábado, 1 de agosto de 2009

Fin de año.

Comienza a llover a las cuatro de la tarde el treinta y uno de diciembre de 1900 y mañana comienza el siglo nuevo. En las vitrinas hay grotescos florores, banderas francesa, inglesas, de Montenegro, del Imperio Chino. También hay confites de violetas rusas marca Quentin para perfumar el aliento y hasta un lbro lacrimoso de firmas de las señoras con polvo de arroz que no necesitan polizón por tanto exceso de gordura, expresando sus condolencias a la viuda del Rey Humberto de Italia.

Entre parches de sol salimos a la calle y le gritamos a las mujeres de los palacios de justicia, esas que tienen sus básculas eternamente desequilibradas. Nos colgamos de los platillos, escalamos sus senos que tensan la ropa de mármol. Juntamos astillas de los buques de vela que cruzaron al Atlántico e hicimos una hoguera donde tiramos a los primeros hombres en cuero que pudimos atrapar. Reímos mientras nos manchábamos de vino que diluía la lluvia. Vociferábamos en latín embetunado de los burgueses de antaño que en las clases de modales sólo aprendieron a mover protocolarmente la cabeza ya muertos en sus coches de caballos llenos de moho.

Sopla el viento fuerte de Sur con ese olor a mar revuelto. Nace un pantano cuando la lluvia arrastra maquinalmente las pirámides truncadas, el empedrado de Yaguarón y Orillas del Plata. Hay que darse prisa porque un burgués desdentado corre dando voces por la calle hacia la bahía, agorafóbico, hendiendo a golpes el aire con su navaja de vidrio. Uno de los nuestros sale a su paso y ante nuestros ojos, o mata a martillas. Apretamos el paso y por un momento creímos ver dos soles entre las nubes.

Vuelve a llover mientras caminamos hacia la Cuidad Nueva, con una rabia nunca vista, desvainamos cachiporras, hondas, piedras, lanzas, martillos, barrotes de hierro, espadas y puñales. Los burgueses conservadores corren carcajéandose por las calles, se ponen cianóticos, ahogados en sus cuellos altos y arrojan trapos infestados del cólera y la fiebre amarilla, del pian o frambesia, del kal-azar, la fiebre dumdum y otros males sin cuento. Pedaleando en sus draisnas de madera apolillada, se chocan unos con otros. Suenan a hueco las cabezas de huesos partidos, se levantan y siguen al grito de: "¡ A los Pocitos, a infestar la Orquesta de Gerardo Grasso que toca valses en la terraza de madera de la Rampla!".
Chapoteando en el barro les recitamos nuestro último manifiesto. Alguien robó el reloj de agujas que giraban en sentido contrario.

Son las seis de la tarde y cuatro mujeres infladas de higiene, querían impedirnos el paso a la calle Daymán. Uno de los nuestros resultó quemado con papilla que tiraron desde un balcón. No pudimos seguir con él y allí lo dejamos, con una foto de una niña muerta en el Asilo de Alienados de la Unión con un poco de vino y una espada. No hubo rencor en su mirada porque estábamos preparados para situaciones como esa.

Sale el sol más fuerte que nunca y la gente sale a la calle. Las casadas barren el `piso con el ruedo de sus polleras. Todos saludan temerosos de quedar sin pisar el umbral incierto que divide un siglo del otro. Vociferamos y volanteamos nuestros poemas sin detenernos. Una piedra de granizo, del tamaño de un huevo de gallina, cae sobre un señor de tiesos bigotes y lo mata. Era la señal convenida. A un gesto de nuestro comandante, el Poeta Loco del Paso del Molino, entramos a los bares y degollamos a los fetichistas que en esos lugares estaban. Luego incendiamos el teatro de zarzuelas y apagamos el fuego con paladas de manchas de humedades de las paredes. El dueño yacía en su sillón, plácido, sin un gesto de alteración, fulminado por un ataque apoplégico. El sol y el granizo se funden por encima de nuestras cabezas, allí, a diez metros de altura. Levantamos los rostros y sólo recibimos una afina llovizna tibia.

Un solo grito: "¡Feliz siglo XX!" - Feliz primero de enero de mil novecientos uno.

Nuestra alegría rajó de arriba a abajo los chalets de los burgueses bursátiles de Capurro y el Prado Oriental. Recitamos más poemas. Sopla más fuerte el viento en camino a la calle Yerbal a las ocho y veinticinco de la noche.

Sentimos el estruendo en la calle Misiones. Docientos cincuenta burgueses son aplastados por las columnas parturientas de cemento. Sus amantes, mala copia de las horizontales parisinas, se pintan las unas a las otras el rostro de púrpura, rojo, rosado y amarillo. Se besan en la boca y juegan a ser perritos que se muerden en las nalgas, orejas, cuellos, pezones, dedos. las vemos bailar por el Alzáibar, por Treinta y Tres, por Brecha. Hicimos todo lo posible para mantenernos alejados de ellas mientras por cuarenta y cinco días, comiendo sólo lo indispensable, fumando opio, escribiendo, no tomamos mujer. Creíamos que ellas lo comprendieron, porque se arrojaron a nuestros pies y nos pidieron que les bes
aramos la frente, cosa que hicimos. Ellas lloraron y nos despidieron con pañuelos de colores que hundieron en nuestros bolsillo, cuellos, en las vainas de nuestras espadas, en los sacos de nuestras flechas.

Y llegamos a Reconquista. Aún más lluvia a las Diez y diez de la noche. Asaltamos una tienda inglesa y tomamos tweed, seda, percal, lana persa, raso y nos hicimos cruces que cosimos sobre la carne de nuestros pechos. Apenas si el ruido era mayor que el roce de un vestido color malva en las piernas de la Emperatriz de Francia.

Focos de fuego en el Cerro, columnas de humo en las quintas del Miguelete y en el Prado Oriental. Abatimos a tiros de pistola un globo aerostático que deslizaba propaganda que resaba:

"Mañana gran remate en Villa Muñoz. Invita Fco. Piria. No se lo pierda habrá asado golosinas refresco de horchata para los pequeños. Lotes desde 42 en días claros suele verse la Colonia y aun Buenos Ayres. Excepcional ubicación. No falte".

El fuego alumbra los ojos de los gatos negros y blancos, gatos tabby, angora, manules, miacis. azules de Rusia, macairodontes, gatos de Man, callejeros, leones, pumas, ocelotes, una trigra con sus hijos a cuesta, gatos de bruja arrugada, gatos regalones de señoras burguesas, linces, panteras, leopardos, jaguares; estrellas a flor de tierra en la cuidad del fin de siglo, truenos, estallidos y relámpagos. Son las once y media, el diluvio descuajó los cuadernos con los poemas mientras la boca de la plaza Constitución se abre ante nosotros repleta de gente confundida, desahuciadas que siguen a unos niños que empujan corriendo un sillón viejo montado sobre aros y sobre el asiento, el presidente de los burgueses desdentados, muerto de pánico hacía unas tres horas.

Lluvia de artillería, la gente corre Sarandí abajo a tirar al presidente al mar. Nosotros llegamos a la plaza ornada por cientos de sillas de palo, atadas sobre el hedor de almidón mojado, a foto postrera, a vapores de mercurio de los daguerrotipistas que el viento trae.

Club Inglés, Club Uruguay, puertas llenas de burgueses arrojados a patadas por los mendigos y las jóvenes anémica de pálido verde, estériles de amenorreas del Hospital de Caridad, todos desencajados por la euforia sus rostros son muecas que ya nadie se molesta en interpretar.

Nos habíamos enseñorado de la Plaza entre el aroma de flores recién cortadas y una lluvia serena, bendita y fresca. En punto, a las doce de la noche.


Ensayo sobre una de las novelas históricas de Rodolfo Tizzi (sin autorización)