lunes, 29 de septiembre de 2008

La fantasmal casa de Gotta

Una casa, florero, silla, cuadro que ni siquiera merece estar en la pared y está en el piso.

La luz le roba espacios triangulares a mi oxígeno poluto, sólido humeante.

Siento el sonido que provocan sus pisadas, sé donde se dirigen, sé que cosas cargan sus manos callosas y aún así no atino a moverme.

Me siento triste. La misma congoja que me provocaba jugar con el reloj o caerme y lastimarme la rodilla para que papá viniera a socorrerme.

Quiero llorar y mis ojos prolijamente tristes, como un cuadro de Chagall me prohíben hacerlo.

Siguen arrastrando sus pies dándome la impresión de que no saben desplazarse de una manera que me moleste menos. Con rabia, indignación, odio, dolor y una tremenda impotencia seductora de decir, decidir, manipular y salir.

Todo tendría que haber sido diferente. Yo no quería esconderme en el sótano para no ver como los sacaban y cuando prendí el único farol que nos quedó después de la guerra, me sorprendió que aún encendiera.

Alguien me tocó el hombro y vi la mugre metida en las grietas y me estremece la mano que asesinó por nosotros por ignorancia.

Salgo llevando tras de mí la silla y la maleta inglesa marrón de su padre, donde puse el cuadro y el florero.

Cuando quise cerrar la puerta, para dejarla morir con dignidad, se cayó y no hubo manera de componerla.

Seguí caminando y volví con la morbosidad de quien disfruta una agonía y con la pena de quien se despide porque sabe que no regresará jamás.



Autoría compartida con Sandra Ibañez Pereira en edad adolescente, con estudios profundos de talleres literarios varios.

El hada

El despertador sonó como siempre a las seis.

El hada se levanta de su lecho y camina hacia el baño. Se lava los dientes, ordena todo y se va.

Cuenta cuentos de su imaginación y fantasía para darse el lujo de vivir sin sus papás.

El ómnibus no le paró y entonces corrió unas cuadras y subió como pudo. Aguantó el dolor de los pies juntos, la mano apretada y el olor nauseabundo.

Marcó la tarjeta que pertenecía a la comuna y se calzó el disfraz confeccionado, valla uno a saber que sátiro lo ideó. Con él, los niños la distinguirían entre la multitud.

Dibujaba una mueca de papel sobre sus labios y salía intentando recordar el nombre del pibe que le hizo un collage de una gorda horrible pero con talento.

Aquel día el cuento le sonó estúpido desde la cuarta línea como si un gran peso le cargara su conciencia. Dio por finalizada la historia por la mitad y cada grito y abucheo le crispaba sus oídos.

La avalancha la capturó y rodó por la alfombra. Tendría que haber algo que la hiciera sentir útil.

Los gurises dispararon de un lado a otro buscando a sus madres viudas.

Con extrema histeria, se desgañitó para emitir un estruendoso "silencio".

Comenzó a impartir órdenes y los niños obedecieron sin chistar en un ritual robótico.


Andrea preguntó:
-¿Las hadas son malas mami?

-No, son buenas, aunque a veces se enojan un pisquito. Tú siempre te portas bien m’ijita. No creo que te haya rezongado a ti.

-Pero el hada nos rezongó y...

-Callate que vamos a cruzar.

Andrea pensó: "¡Ufa! ¿Será que las hadas siempre tienen un poquito de mamá?"


Sí, esa fui yo. Juanetes, pies planos y dedos martillo, no me dejaban caminar ni estar de pie por mucho tiempo. Cuentacuentos que no entendía a los llamados "niños mochila"

Autora Sandra Ibañez Pereira escribiendo sobre su amiga Adriana. Yo, en plena crísis vocacional.